La finalidad concurrencial: Elemento necesario más no suficiente en la competencia desleal

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Para que un determinado comportamiento pueda ser evaluado como acto de competencia desleal, lo primero que debe establecerse es el cumplimiento de los elementos contenidos en el artículo 2 de la Ley 256 de 1996, los cuales exigen que el acto que se analiza debe corresponder a: i) una conducta de cualquier tipo; ii) que se desarrolle y tenga su impacto en el mercado, y iii) que cuente con una finalidad concurrencial.

Este último aspecto de la finalidad concurrencial, la cual podemos definir de forma general cómo la oportunidad para intervenir de forma activa como oferente de bienes o servicios dentro de un determinado mercado, se debe evaluar a partir del resultado de la conducta, la cual debe estar en la posibilidad de generar un beneficio en lo que respecta a la participación como competidor de quien lo ejecuta o de un tercero, ya sea porque incrementa su participación o le permite mantenerse en el mercado.

Esta finalidad concurrencial goza, por disponerlo así la ley, del beneficio probatorio de construirse como una presunción legal, la cual toma lugar cuando la conducta se muestra por si misma como capaz de beneficiar la posición de un actor en el mercado, no necesariamente del que la realiza, lo que genera el efecto de la inversión de la carga de la prueba, por lo que será quien ejecuta el comportamiento, el que debe entrar a demostrar que éste no tiene la capacidad de dar lugar a una ventaja en su participación o la de otro competidor, o que si bien genera un efecto en el mercado, obedece a una actuación que se realiza en el marco de una actividad diferente, que no está dirigida a generar ese efecto.

Teniendo en cuenta que los actos que desarrollan en el mercado se encuentran dirigidos las más de las veces a beneficiar la participación de quienes en el intervienen como oferentes dentro del mismo, serán pocas las ocasiones en que se pueda derrotar la presunción de la finalidad concurrencial, por lo que su existencia así establecida, da lugar a evaluar la calidad de la deslealtad del comportamiento, a partir de su confrontación con las conductas descritas en los artículos 7 al 19 de la Ley 256 de 1996, para verificar el cumplimiento de cada uno de los supuestos allí contemplados.

De ello se concluye entonces, que si bien el factor de la finalidad concurrencial es indispensable para determinar que un determinado comportamiento constituye una conducta desleal, el que se tenga por demostrada su existencia no resulta suficiente para arribar a esa conclusión, pues además de ello es necesario que el acto que se realiza en el mercado tenga la calificación de ser contrario a la leal competencia, lo cual únicamente se establece analizando la actuación que se denuncia a la luz de la descripción normativa de cada uno de los comportamientos que se recogen en la ley, pues al fin de cuentas la mejora constate en el mercado de un determinado participante e incluso la eliminación de la competencia, son resultados que aunque capaces de generar afectación a terceros pueden ser legítimos, cuando se dan cómo consecuencia de una actividad desarrollada acorde a la ley.

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